domingo, 15 de marzo de 2009

DOCTRINA

El desconcierto de las naciones

Guibourg, Ricardo A.

Me acuerdo del tratado de derecho internacional público de Podestá Costa, allá por 1960. Grabado en la tapa, en relieve, tenía un mapamundi rodeado por una cadena. La imagen, en aquella época, no se sentía como una amenaza sino más bien como una optimista promesa. El mundo entero se concebía sometido a un solo derecho, perfectible pero común, donde los estados (todavía los ciudadanos no se consideraban sujetos de aquella rama del derecho) esperaban ver protegidas sus libertades y su soberanía.

Iniciado el siglo XXI, cualquiera con una pizca de escepticismo podría parafrasear a Enrique Jardiel Poncela (1) para preguntarse: pero, ¿hubo alguna vez un derecho internacional? ¿O bien el hombre puso ese nombre a un abigarrado conjunto de apetencias y esperanzas dispares entre sí? Claro está que esas preguntas podrían concebirse tal vez acerca del derecho en su conjunto. Y muchos piensan de esa manera, con mayor sinceridad histórica que ventaja práctica. Seamos, pues, prácticos y reduzcamos el ámbito de esos interrogantes al derecho internacional público.

Cuando, después del Tratado de Westfalia (1648), Europa quedó formalmente dividida en estados soberanos, cada uno de esos estados pudo advertir que la extensión y la intensidad de su soberanía eran dimensiones distintas: su libertad para el ejercicio de la pactada soberanía tenía la extensión del territorio conquistado o acordado, pero la intensidad de esa libertad no era mayor que la proporción de su poder (militar, económico, diplomático) frente a los poderes ajenos. De este modo y con el correr del tiempo, algunos países se vieron precisados a cumplir algo más que lo que entendían como sus deberes internacionales, mientras otros interpretaban con amplitud sus derechos y se atrevían a excederlos, hasta el punto de arrogarse la facultad de definirlos (2) y de decidir quiénes serían sus interlocutores (3).

Pasaron los años y dos guerras mundiales impulsaron un nuevo ideal: el derecho internacional como fruto de acuerdos multilaterales dirigidos a preservar la paz. Esta idea se manifestó primero en la Sociedad de las Naciones y después en la ONU, pero la eficacia de estas organizaciones, muy proclamada y elogiada, nunca pasó de consistir en un foro amplio donde, luego de que cada uno hubiera expuesto su posición, siempre terminaría por hacerse la voluntad de los poderosos (4).

En la práctica, la ONU sirvió para dos cosas: como tribuna pública de debate entre los Estados Unidos y la Unión Soviética durante la guerra fría y como instrumento para resolver algunos conflictos entre países pequeños, siempre que los más fuertes no se opusieran a ello. Es cierto que, sobre todo al principio, su importancia ideológica fue mucho mayor: el marco jurídico de sus restringidas acciones políticas y la extensa labor de sus organizaciones asociadas de orden cultural (UNESCO), social (OIT) o humanitario (ACNUR) sirvieron para fomentar la idea de que el mundo marchaba, imperfecta pero certeramente, hacia una institucionalización fundada en el acuerdo general con el consenso negociado de los grandes estados.

Hoy, después de Granada y Panamá, después de Kosovo, Afganistán e Irak, esa idea suena a hueco y hasta aquella apariencia de utilidad está cayendo en desuso. Las Naciones Unidas aún deliberan y trabajan a la vez que procuran reconstituir su propia base financiera, pero fingen no ver que su papel en el mundo ha terminado, salvo en cuanto acepten convertirse en mandatarios del poder real, como el Senado romano después de Julio César.

Vivimos en un mundo unipolar, parecido al del Antiguo Régimen en la escala local, donde existe un poder que hace su voluntad, llama derecho a las normas que desea imponer, daños colaterales a los perjuicios que esa imposición irroga a terceros y necesidad humanitaria (antes razón de estado) al interés en el que funda sus decisiones.

Ese poder no está solo en el escenario en el que actúa. Hay otros estados dotados de alguna soberanía remanente y también hay una opinión pública (predominantemente externa) capaz de analizar los hechos según su propio criterio. Pero, tal como en el recordado régimen monárquico, unos y otra se hallan sujetos a una formidable acción persuasiva ejercida por medio de la desinformación, la propaganda, el soborno selectivo y el poder cancelatorio de la desmemoria colectiva. En este contexto, la casi metafísica idea de soberanía, cuyos ecos aún resuenan en el discurso internacional, ha perdido su primitiva pretensión de defender a cada estado de las apetencias ajenas para convertirse en una excusa con la que los estados poderosos se eximen de auxiliar a los menos afortunados (5).

No es útil decir todo esto para sembrar el odio ni para convocar a un conflicto sin mañana. Pero sí para señalar la conveniencia de revisar las tradiciones lingüísticas e ideológicas conexas que siguen presidiendo el discurso, a fin de adaptar las palabras a la nueva realidad.

La soberanía está en crisis. Los países europeos la han abandonado como ideal nacional, para mejor defender entre todos lo que queda de ella, como alguna vez hicieron las provincias argentinas y los estados norteamericanos de la costa este; y el Mercosur es hoy un proceso que sigue, de lejos, las huellas de la Unión Europea. Pero, aun fuera de estos bloques, el mundo se ha vuelto "interdependiente", que es un eufemismo para decir que casi todos los estados han perdido buena parte de lo que juzgaban su independencia.

Sin embargo, las uniones regionales pueden todavía intentar uno de los caminos alternativos hacia el futuro: el de construir grupos colectivos que, gracias a su propia coordinación y acaso a modificaciones experimentadas por el poder hegemónico, sean capaces de acordar con él condiciones sustentables de convivencia y, lo que es indispensable, diseñar garantías de que ellas sean cumplidas. Este camino, si tuviera buen éxito, llevaría a una nueva Westfalia universal, fundada en alguna clase de equilibrio más o menos desigual de poderes neosoberanos: una imperfecta democracia de países.

Otro camino se abre, sin embargo, ante el mundo actual, y tal vez quepa reconocer que es el que venimos recorriendo por inercia: el de la historia política interna de los antiguos estados. Cada uno de ellos se constituyó desde adentro, gracias a que un poder hegemónico terminó explícitamente con sus rivales interiores. Cuando los estados nacionales europeos se formaron a partir del feudalismo, no lo hicieron precisamente mediante tratados equitativos entre los diversos feudos, sino como consecuencia de la primacía de un señor feudal sobre los demás, a quienes acabó por despojar de su antigua autonomía para someterlos completamente a su poder. El sistema llegó en Europa a su máxima concentración en la época de los Austrias y de los primeros Borbones (6). La estructura interna resultante era claramente desigual, lo que acabó por desencadenar una reacción, primero intelectual y luego del "tercer estado": los súbditos pidieron ser escuchados y acabaron, muchas cabezas más tarde, por obtener una (relativa) participación democrática. Sería posible – aunque no agradable – imaginar un paralelo internacional.

Gobernar el mundo, en efecto, es una responsabilidad que no puede ejercerse arbitrariamente por tiempo indefinido. Paulatinamente vaciados los gobiernos locales de poder efectivo, acaso los pueblos empiecen a ejercer su influencia dentro del nuevo ámbito y obtengan que algo del poder perdido refluya de a poco hacia los hombres y mujeres de la periferia. Si el mundo no logra transformarse en una democracia de países, tal vez llegue a parecerse a una democracia de seres humanos. Algunos indicios positivos en este sentido se observan ya: la jurisdicción universal en materia de derechos humanos – ciertamente resistida – es uno de ellos. Acaso entre todos podamos ensanchar la brecha y, a favor de la globalización que se nos impone, marchar hacia nuevas y distintas utopías.

No soy adivino ni líder político. No sé qué pasará ni me atrevo a aconsejar un rumbo para el mundo. Sólo insinúo que, de los dos caminos que he entrevisto, el primero requiere un tiempo algo más breve y una cantidad incomparablemente menor de sangre a derramar, aunque necesita también una dosis de racionalidad universal que no es fácil de encontrar en nuestros días. Ninguno de los dos ofrece garantías de llegar al fin propuesto. Pero en ese contexto de incertidumbre, al que estamos tan habituados en cualquiera de nuestras opciones cotidianas, nos vemos obligados a decidir. Al menos, hagámoslo con los ojos abiertos y no acunados por la música de un discurso pretérito.

Especial para La Ley. Derechos reservados (Ley 11.723)

(1) Humorista español de la época prefranquista, autor de "Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?".

(2) Esta es la contracara jurisdiccional de la expresión "international law is a part of the law of the land", cuyo aspecto positivo es el de incorporar al sistema local los principios del "derecho de gentes".

(3) Doctrina del reconocimiento de estados y de gobiernos.

(4) Esta función está claramente implicada en la Carta de la ONU, donde las decisiones realmente relevantes se adoptan en el Consejo de Seguridad y se hallan sujetas a la conformidad de sus "miembros permanentes", cada uno de los cuales tiene derecho de veto.

(5) Al principio, estas sociedades eran llamadas salvajes o incivilizadas; después, subdesarrolladas o del tercer mundo; más tarde, en desarrollo o emergentes. Eran eufemismos llenos de una creciente esperanza. Ahora se las fulmina a veces con el mote de estados fallidos, que expresa que ellos son culpables de su situación.

(6) En China se remonta a Shi Huang-ti, en el siglo III a.C.